Encontramos en las palabras y vivencias del texto, del Dr Carlos Gianantonio, publicado en la Revista Archivos Argentinos de Pediatría. SAP. vol. 82 del año 1984, p.13-15; una muy enriquecedora reflexión que consideramos aplicable a las leyes antes transcriptas.
Comité Editorial
El niño con enfermedad mortal: la familia, el paciente, el pediatra
Dr. Carlos Gianantonio
Para el pediatra general, -dice el Dr Gianantonio- la muerte de sus pacientes es realmente una circunstancia excepcional. Por otra parte, la mayoría de los fallecimientos de niños y adolescentes sobrevienen como consecuencia de enfermedades agudas, lo que modifica sustancialmente los mecanismos de toda índole puestos en marcha, cuando el proceso s de curso lento, por la familia, el niño y el propio médico.
Esto no significa que las muertes infantiles luego de emergencias o de padecimientos de curso breve, no sean conmovedoras y que desencadenen a posteriori muchos de los trascendentes fenómenos que serán analizados a continuación.
Luego el Dr. Gianantonio pasa a analizar “algunas respuestas que la certidumbre de la muerte próxima y la muerte misma, evocan en el niño, la familia y el grupo profesional asistencial”
Remarca entonces que hasta hace pocos años la medicina no había desarrollado un interés orgánico y conducente en el tema de la muerte. Más aún, la seguridad de esta y su ocurrencia eran tenidas como el final de toda actividad médica. Esto hizo que no se desarrollaran conceptos claros y que, salvo por sensibilidad interés o maduración, muchos profesionales, individualmente y a veces en forma empírica, ayudaran y apoyaran eficaz y humanamente al muriente y a su familia.
Sucede, en realidad, que ningún ser humano puede concebir su propia muerte y que si se ve obligado a mediar sobre ella, lo que aparece es la intervención catastrófica de los hechos aterradores que han de precederla, y condicionarla, según nuestra fantasía
Los médicos y las enfermeras no escapan a esos sentimientos, y es esto lo que determina muchas de sus actitudes. Más aun, pertenecemos a una sociedad y a una cultura que niega la muerte. La mayor parte de los proyectos de vida propuestos eluden sistemáticamente el deterioro, la vejez y la muerte misma.
Si bien antes las personas podían fallecer en el seno de sus propios hogares, rodeadas por sus seres queridos y en condiciones en las que hasta los más mínimos hechos, gestos o palabras tenían una enorme significación, ahora sucede lo contrario.
La mayor parte de las muertes se producen en hospitales y dentro de ellos en unidades de cuidados intensivos. En muchos de esos sitios, de alta tecnología, se crean condiciones para deshumanizar el acto médico y por sobre todo, se transforma la agonía y la muerte en una mera consecuencia desagradable de la compleja tecnología fríamente aplicada. Nadie escucha mensajes importantes, nadie acompaña ni asiste; los que van a tener que vivir con su dolor están artificialmente excluidos.
Por razones también sociales, tampoco los muertos son velados en sus hogares sino en velatorios convenientes y anónimos.
Siendo estas las condiciones prevalentes, se hace difícil pedirle al medico y a la medicina, otra actitud. Sin embargo, como se verá, hay una gran área de responsabilidad médica centrada en los eventos que preceden y suceden a la muerte de un niño.
El trabajo en esta área es de extraordinario beneficio y tienen un gran valor preventivo. Acostumbro a ver ciertas situaciones de enfermedad mortal mal vividas que, como procesos neoplásicos, no solo terminan con el paciente, sino que invaden o metastatizan a todos cuantos tienen relaciones afectivas con él.
Muchos de estos efectos se observan a distancia y son causa común de infortunio e infelicidad que no infrecuentemente se extienden, más o menos tamizados, a las generación siguiente
La familia
Con la muerte de un hijo, la familia sufre cambios que la hacen diferente de lo que era hasta ese momento. Esta transformación puede ser deletérea o beneficiosa para sus integrantes. Por otra parte, durante todo el proceso de la enfermedad, la familia será el ámbito, el nido en el cual el niño llevar a adelante su lucha y será derrotado. Tanto en al salud, como en la enfermedad, el tiempo de interacción del niño con el medico es mínimo, si se lo compara con el que transcurre con sus padres y hermanos,
La primera reacción de los padres ante el diagnostico de una afección incurable en un hijo es la negación del hecho ¡No, no a nosotros! ¡no a nuestro hijo!
Los síntomas de esta situación son sobre todo el olvido del contenido del mensaje y toda serie de conductas se chocan contra lo que el médico espera.
Con estos padres que a veces impresiona como ausentes o aun de escasa inteligencia y comprensión la conducta debe ser la explicación reiterada, paciente y afectuosa de lo que esta sucediendo y va a suceder con su hijo
A veces, una falsa piedad del médico permite que los padres se congelen en esta postura con trágicas consecuencias.
Al desconocer lo que realmente sucede, no ayudarán a su hijo, no facilitarán una mejor calidad de vida, durante ese periodo en que cada día que pasa se resta a un magro capital de tiempo, y el niño, en consecuencia, se sentirá solo desamparado, e incomprendido en medio de su sufrimiento y la percepción de una angustiosa acechanza .
Recién cuando el niño muera podrán los padres salir, tal vez, de su estado, pero el proceso ulterior será difícil y doloroso.
Si la familia supera esta primera etapa suele caer en otra en que privan el resentimiento y el rechazo: ¿Por qué a nosotros? ¿por qué a nuestro hijo? Estas preguntas que raramente tienen respuesta cuando se trata de problemas humanos, conllevan una conducta hostil hacia aquellos que no tienen tal problema, incluyendo el propio médico. En casos especiales la hostilidad puede extenderse aún hacia el pobre niño. Estos padres desagradables e insatisfechos, requieren ayuda, pero no es fácil dárselas. La única receta es devolver bien por mal, comprensión por agresión, con lo cual se desarman y distienden, a veces rápidamente. Sin embargo, es frecuente que el grupo asistencial devuelve agresión pro agresión, trato duro y hostil, o bien aislamiento y dialogo mínimo, o esperas innecesarias, o derivaciones onerosas a otros colegas o instituciones, o prescripciones diagnosticas o terapéuticas tan inútiles como costosas, etc.
Si los padres no pueden emerger de estas situación, la consecuencia será un proceso desgarrante, teñido de odio y a menudo de violencia que afectará a todos, incluyendo al niño, y su muerte, que será angustiosa, no calmará estos sentimientos durante el duelo.
Cuando esta etapa es superada, la actitud de la familia suele ser otra, en la que predomina la esperanza: Si, a nosotros, pero…. La esperanza es un poderoso y necesario sentimiento cuando está adecuadamente organizado. Es propia de nuestra especie y nos alimenta a todos.
El problema aquí es detectar la esperanza de un hecho improbable, pero posible al fin, y diferenciarla de la fantasía, que en este cado representaría esperar lo imposible.
La dimensión de esta esperanza debe también ser evaluada por el medico, evitando cuidadosamente colaborar a que se hipertrofie, pero preservándola en la medida en que sea útil.
La esperanza no debe ser aniquilada; cuando no está fundada muere lenta y naturalmente.
Durante este periodo tienen mayor vigencia las creencias de la familia, especialmente las religiosas, que deben ser respetadas en cada caso.
Es un momento de gran actividad y de lucha por rescatar la vida del hijo, o de prolongarla todo lo posible. Este “regateo” con lo altamente improbable termina casi siempre, para dar paso a otra etapa depresiva, de gran tristeza: Si, a nosotros; si, a nuestro hijo….Se trata de una pena profunda y preparatoria. Con ella los padres ven diluirse todas las esperanzas puestas en ese hijo, todo su futuro, junto con la sensación que han de perder lo que el ya era y significaba.
Desgraciadamente, es en medio de este dolor profundo cuando, por lo común se encuentran más solos.
Existe una dificultad para dialogar, para escuchar, al menos, a las personas entristecidas. Es frecuente que los médicos, enfermeras y otros huyan del contacto de estos padres, cuando más lo necesitan. Las citaciones se espacian y en los hospitales los niños y los padres son aislados en habitaciones especiales, para no verlos en realidad. Las conversaciones, si las hay, eluden cuidadosamente los temas que realmente cuentan. El problema es serio, pues los seres humanos, sociales por excelencia, necesitamos compartir con otros, nuestro sufrimiento que ya se alivia con sólo contarlo.
Esta pena preparatoria debe dar lugar a otra etapa, de aceptación. Si, a nosotros y está bien; si, a nuestro hijo y está bien
Cuando la familia llega, finalmente, a este punto sobreviene un hacho trascendente: todos son invadidos por una profunda paz, incluso el niño. La muerte sobrevendrá en estas condiciones como un hecho simple, natural y puro.
Todos hemos presenciado muertes de esta naturaleza; muchos llevamos dentro experiencias de esta tipo que nos han ayudado a ser mejores.
Por cierto que durante todo este proceso más o menos largo, habrá que detectar y colaborar a resolver ciertos sentimientos de alto riesgo, sobre todo el de la culpa. Siempre que un niño enferma gravemente, los padres, individualmente o como pareja asumen inconscientemente la culpa por lo diferido. Esto es, por lo general, falso y está basado en fantasías infantiles. Es importante, en el trato con al familia, hacer aparecer este sentimiento para destruirlo con simples explicaciones científicas y racionales sobre el origen o la causa de la enfermedad del niño.
De no resolverse la culpa puede sobrevenir consecuencias muy graves: prolongada infelicidad del padre, la madre o ambos, abandono de los hermanos sanos y sobreprotección destructora y paralizante hacia el niño enfermo.
Uno de los seres en mayor riesgo, a este respecto, es el hermano mayor del niño muriente. Los hermanos albergan con sus celos, deseos reprimidos de desaparición o daño hacia sus hermanos. Si al enfermedad mortal sobreviene realmente, las consecuencias pueden ser graves y permanentes, siempre que nos e auxilie al hermano celoso en el momento adecuando, que es, idealmente, antes de la muerte.
La familia toda puede salir de esta tremenda crisis habiéndola resuelto, con la aceptación de la enfermedad con sus limitaciones y de la muerte.
Como decía antes, estas familias pueden y suelen quedar enriquecidas, con los lazos de afecto más firmes y con una mayor madurez en sus miembros.
La familia puede persistir en crisis crónica, con la triste consecuencia de que, toda ella y cada miembro, enfermará emocional y aún físicamente. Es este, por desgracia, uno de los resultados más frecuentes.
Finalmente, en familias previamente enfermas, este desafío puede ser intolerable, y llegar a la muerte de la familia, a través de la desaparición del amor y la comprensión.
El médico
Pese a que no siempre seamos consientes de ello, nosotros, los médicos reaccionamos intensamente ante la enfermedad incurable y ante la muerte. Si bien nos hemos provisto de una falsa omnipotencia, que nos sitúa aparentemente mas allá de las fronteras humanos, somos en realidad simples profesionales, es decir seres humanos, afectados a una difícil tarea: aliviar el sufrimiento, el dolor y el temor de los otros. Hay múltiples evidencias de que cuando descubrimos una enfermedad que no podremos curar, nos sentimos desamparados, tristes y hasta culpables.
Las reacciones más frecuentes ante tal fractura de nuestra omnipotencia son la negación de estos sentimientos o el compromiso excesivo. En el primer caso el más frecuente, aparece el síndrome del profesionalismo. Los hechos humanos y el drama mismo de la enfermedad de un niño determinado desaparecen, para transformarse en conceptos técnicos o abstractos; un nombre del catálogo de enfermedades; una imagen radiológica o los detalles de una biopsia. Ciertos aspectos sacramentales de nuestro menester, como el desarrollo de una jerga propia una pseudo filosofía particular, un uniforme y otros atuendos, son meros síntomas de aquél síndrome.
Con esto el médico calma su ansiedad, pero deja solo al paciente, desamparada la familia, y anulada la faz humana de su relación con ambos.
Nunca el proceso de deshumanización es más evidente que en el manejo de estas enfermedades mortales y de los eventos que rodean a la muerte.
Sin embargo, esta negación constante de los sentimientos tiene también repercusiones sobre el propio médico. Pese a las apariencias, esta va minando lentamente por dentro, invadiendo la vida personal y privada, con el consiguiente riesgo de enfermedad física o psíquica. La menor expectativa de vida del medico se relaciona, probablemente, con este conflicto mal planteado y mal resuelto, en casos más excepcionales, la respuesta ala negación de la fractura de la omnipotencia resulta en síndrome de encarnizamiento terapéutico. El medico agrava la enfermedad y sus consecuencias, al no poder aceptar su fracaso. Finalmente, el medico excesivamente emotivo, lacrimógeno o demagogo, oculta lo mismo, bajo distinto manto. Al actuar de tal modo, deja de ser profesionalmente útil para el niño y sus padres.
La preparación el médico para estos aspectos tan conmovedores de su tarea, el asesoramiento constante, el dialogo, la lectura y el trabajo en equipo multidisciplinario, colaboran para que nuestra noble profesión no pierda profundidad humana al interactuar con al enfermedad que nos e cura y con la extinción de la vida.
El niño
Existen pocos estudios y publicaciones sobre el proceso que cubre en el niño la enfermedad mortal.
La mayor parte de las observaciones coinciden en que en los niños ya verbales, las ansiedades y los temores son similares a los del adulto, pero que se expresan de una manera indirecta, simbólica. En nuestra experiencia, es excepcional que un niño verbalice racionalmente lo que lo aterra, sino que lo que se comprueba es una enorme riqueza en el dibujo, en el juego y aún en el diálogo aparentemente desconectado de la enfermedad y de la muerte. En los niños más pequeños el temor fundamental parece ser el abandono por parte de la madre, separación o desaparición de ésta. Aparentemente en cada etapa del desarrollo emocional la expresión y contenido de estos sentimientos depende precisamente de las ansiedades básicas de esa etapa. En los adolescentes, la enfermedad mortal evoca respuestas clínicamente semejantes a las del adulto y no es rara la verbalización de las preocupaciones y los temores.
A cualquier edad, las reacciones del niño no dependen tan solo de su personalidad, sino también de las comunicaciones verbales y no verbales que recibe de sus padres y del equipo médico.
Debe tenerse presente que no hay manera (ni es un objetivo) de acallar esos sentimientos, pero sí es posible recibirlos, encauzarlos y atemperarlos.
El niño ve facilitado ese proceso penoso y se siente amado y comprendido pro sus padres, que estos estén a su lado, y querido y apoyado por su médico amigo. Aún el dolor y el sufrimiento son mejor aceptados si provienen de esta figura tan valorizada, y de la cual tanto depende.
Consideraciones sobre el tratamiento
El manejo adecuando de una situación centrada en un niño enfermo de muerte requiere, ante todo, de continuidad y coherencia. Nada puede reemplazar al médico de cabecera, sea éste pediatra o no, en su rol de protector y amigo. Si bien muy frecuentemente estos pacientes requieren, con fines diagnósticos y de tratamiento, un equipo multidisciplinario, éste debe funcionar de manera tal que su coordinación y, por sobre todo, la información anticipada de lo que va a suceder y los resultados de toda actuación diagnóstica o terapéutica lleguen al niño y a sus padres a través de un único vocero responsable: el médico de cabecera.
El rol del pediatra es insustituible y para ser eficaz debe prolongarse durante todo el proceso de la enfermedad, hasta el deceso del paciente y más allá. No se requiere para esto una preparación especial, ni tampoco es necesario ser “el especialista” en al enfermedad que aqueja al niño. Si es importante mantenerse informado a través del diálogo con los otros miembros del equipo médico y de un grupo de profesionales de estas enfermedades complejas y prolongadas.
La responsabilidad queda sí diluida y no hay relación humana posible con tanta figura ocasional y cambiante.
El extremo opuesto es la psicologización de la enfermedad mortal, el manejo de estas situaciones, está reservado al psiquiatra o psicólogo. Es esta otra forma de derivar responsabilidades, pues el rol específico de estos profesionales es el de asesorar a médicos y enfermeras, y ayudarlos a resolver mejor los conflictos psicológicos que suelen provocar estas experiencias médicas. Sobre todo, cuando se trata de personas que trabajan en áreas de cuidados intensivos o en servicios de oncología, nefrología, hemodiálisis, etc.
Por cierto que hay situaciones excepcionales, en las que las familias muy enfermas o en niños con biografía peculiar, requieren de un enfoque que sólo pueden brindar lso expertos en salud mental. Aún en esos casos el médico de cabecera es necesario.
Para poder ser útiles, debe disponerse de un diagnóstico preciso del padecimiento, de su evolución probable, de sus complicaciones y de su manejo. También aquí, lo primero es el diagnóstico. A su vez este diagnostico para ser operativo debe insertarse en un niño determinado, este niño y su familia.
Son necesarias las explicaciones claras y repetidas, a los padres y al paciente. La información a éste no debe ir más allá de lo que él requiere, y para esto es necesario saber escuchar, observar juegos y dibujos y evocar con la madre o el padre algunos contenidos del diálogo propuesto por el niño enfermo. En todo caso, y sobre todo cuando se acercan las etapas finales, es útil anticiparle al niño lo que va a suceder: unas inyecciones, una transfusión, quizás una operación, algún dolor nocturno, un cambio físico evidente, etc. La ansiedad del niño disminuye notablemente cuando sabe qué esperar y se borra el misterio de lo desconocido.
A medida que la enfermedad avanza y el niño y su familia pasan por las diversas etapas antes mencionadas, el contacto con el médico debe ser más cercano y asiduo. Los padres temen que la muerte de su hijo sea precedida por dolor, deformación u otros eventos insoportables. Informarles de lo que realmente sucederá los ayuda enormemente. Cabe recordar además, que disponemos de medios para modificar y hacer más tolerables, las distintas agonías de nuestros pacientes.
Hay por cierto, una tarea médica bien compleja y difícil que es la de ayudar a bien morir.
Una vez sobrevenida la muerte, es necesario atender al duelo de los que viven. Se trata aquí de una gran responsabilidad, por lo que es aconsejable retomar contacto con la familia, uno o dos meses después del fallecimiento.
Siempre hay motivo para esas entrevistas: hablar del hijo muerto, aclarar dudas que hubiesen quedado, informar sobre los resultados de una autopsia. Sin embargo, debemos estar preparados para obtener de esta oportunidad excepcional, elementos que nos señales para cada miembro de la familia, el curso de su duelo y la eventual aparición de sentimientos que pueden requerir, de por si, un enfoque médico particular.
Deseo mencionar, finalmente, algunos hechos que aumentan el dolor y la penuria de la enfermedad y la muerte: la mayor edad del niño, falta de otros hijos, pérdida de otros seres queridos, enfermedad gravosa, incapacitante, deformante o dolorosa, tratamientos traumáticos o costosos, hospitalizaciones repetidas, pobreza.
Sin embargo, si los padres están acostumbrados a hablar con su hijo y a escucharlo y a mirarlo a los ojos, podrán acompañarlo hasta su muerte. Finalmente la única ayuda real para un niño muriente es mostrarle que se estará con él hasta el último momento.
Antes de morir, el niño puede decirle al adulto presente: “Ponme frente a ti para que te vea”.
Biografía
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